Redacción: Vitor Blanco
El pasado jueves 3 de marzo ardió La Latina, o por lo menos sacudió todo este barrio madrileño de moda un terremoto con epicentro en la Sala Shoko. Las causantes, solo ocho canciones. Pocas para un concierto corriente, muchas para lo que nos tienen acostumbrados los americanos Deafheaven.
Fuero solo ocho canciones, sí, pero fueron casi hora y media de concierto. Ocho simples (por número, nunca por calidad) temas de más de diez minutos cada uno, donde, al igual que en sus álbumes, parecen converger cortes diferentes, canciones múltiples, pero que consiguen en esa fusión resultados extraordinariamente increíbles. La acertadísima combinación de black metal y shoegaze con la que ya llevan algunos años (y tres larga duración) sorprendiéndonos.
Tampoco vinieron solos, los nórdicos (cómo no) Myrkur abrieron el apetito ocupando la posición de teloneros. Más dramáticos, más folclóricos también, me atrevería a decir. Pero igual de arrolladores, igual de rabiosos. Y si es que a Deafheaven le han llovido críticas por un sonido por momentos más amable, descalificaciones y alguna que otra etiqueta con intención despectiva (¿quién no ha oído que son el “black metal para hipsters”?); la voz de la cantante de Myrkur (a veces melódica, a veces puro death – growl) vino a confirmar que combinar calma y tormenta nunca supondrá traicionar al heavy metal más extremo.
Para presentarse al público Deafheaven eligió un comienzo arrasador. Durante los primeros segundos de Brought to the Water uno se pregunta dónde está esa amabilidad de la que se les acusa. Si bien Baby Blue habría sido, a mi parecer, el mejor comienzo para el concierto, enlazando su calma inicial con el intimismo con el que había terminado su actuación la telonera; no hay duda de que Brought to the water estaba ahí para dejar las cosas claras. Aunque la voz necesitará unos minutos para encontrar su sitio y consolidarse casi como un instrumento más donde la literatura queda relegada a la rabia absoluta y aniquiladora. Como debe ser el death – growl.
Le siguieron los otros grandes temas de su último álbum, New Bermuda, calcando no solo el sonido, sino también el orden. Luna, en segundo lugar, puso a la sala en pie y continuó la línea creciente de su predecesora. Caos que anticipa más caos. Más caos antes de un oasis de falsa tranquilidad.
Porque por fortuna, sonó Baby Blue. Ese tema que, coincidiendo con la salida de New Bermuda consideramos el mejor corte del álbum. Y digo por fortuna, porque desde muchos lugares nos llegaban rumores (más desoladores que su música) sobre una posible exclusión de este himno del black metal de la setlist de la noche. Pero sonó para delicias de nuestros oídos. Y sonó además como debía de sonar: meditada y contenida en gran parte (incluso repetitiva), violenta, agresiva e incomprensible en su otra mitad.
El resto de temas continuaron este esquema, las tormentas bélicas de sonidos que dan paso a melodías calmadas de paisajes devastados. Interrumpieron el desarrollo natural de su último álbum con From the Kettle Onto the Coil, un single de 2014 que nunca se añadió a ningún disco y que sorprendió a más de uno. Para luego continuar con Come Back y Gifts to the Earth. Creando una estructura que, como en el álbum, decrece del hardcore y metal más extremo a mayores dosis de shoegaze. Sin obviar los altibajos entre ambos polos, de los que nunca se desprenden en ningún tema.
Para su retorno al escenario reservaron dos grandes canciones de su pasado, de aquel Sunbather que les coronó en 2013. Las elegidas fueron, perdón por la redundancia, Sunbather y Dream House. Más agresivas que el álbum, aunque parezca imposible. Cerrando un ciclo circular que comenzó violentísimamente agresivo y terminó de la misma manera. Todo lo que pedía un público más que entregado.
Mientras abandonaban el escenario, por toda la sala pudo oírse ese interludio apaciguador que es Irresistible. Como si los americanos quisieran apagar el cóctel molotov que habían encendido. Más bien sirvió para que nos diéramos cuenta de cómo Deafheaven habían podido manipular nuestra rabia, y de cómo seguían haciéndolo incluso fuera del escenario. El concierto del viernes fue un espectáculo de marionetas.
Su extenso repertorio, la actitud desenfrenada de su frontman George Clarke y su capacidad física para tocar ocho veces diez minutos de puro frenesí violento, convencieron. Y es que de lo que no hay duda es que la Shoko fue el escenario donde Deafheaven superaron expectativas, callaron descalificaciones y confirmaron lo que ya nos habíamos aventurado a considerar con la publicación de su último álbum: son protagonistas del black metal actual.