Crónica: Noemí Valle Fernández
Es curioso cómo cambia la impresión sobre ciertas cosas cuando las observamos con más detenimiento. Algo así me ocurre con Todo sobre mi madre. Hace unos años me tropecé con una secuencia de la película que me obligó de inmediato a quedarme y sumergirme en cada escena de la indiscutible gran obra de Almodóvar, que consiguió el Óscar a mejor película extranjera en 1999. Volví sobre el film hace un par de días y tras pasear largo y tendido entre los personajes me descubro sorprendida por algo nuevo: una frase que me zarandea y antes pasaba por alto, un guiño que entiendo de forma distinta, una risa que me desencaja y me aprieta los sesos, la misma que anteriormente ni siquiera supe atisbar. Todo está cubierto por una nebulosa amiga que reconozco, donde no me acomodo demasiado porque tengo la certeza de que dentro de unos años volveré a pulsar el play y será otro diálogo, otro plano u otro gesto el que me desordene.
Mientras el hilo argumental se enreda construyendo un melodrama cada vez más delirante, Todo sobre mi madre visibiliza el abandono, la transexualidad, la pérdida, la memoria, las adicciones, las relaciones no normativas y la maternidad mientras construye a través de las brillantes interpretaciones de las actrices, personajes que te llevan de la mano desde la lágrima a la carcajada. Un viaje de ida y vuelta constante entre Madrid y Barcelona, que parece no tener fin, lugares de los que Manuela, interpretada por una brillantísima Cecilia Roth, huye en círculo cada vez que la vida amenaza con ahogarla sin tregua. Una obra que arranca con el atropello del hijo de la protagonista en su intento por conseguir un autógrafo de la actriz Huma Rojo el mismo día que el niño cumplía 17 años.
La película es en sí, como bien deja ver el director manchego en el último fotograma, un homenaje mayúsculo a las actrices, desde Bette Davis, Gena Rowlands o Romy Schneidera, a las que no deja invocar a lo largo del film, hasta todas las actrices que interpretan el papel de actriz y especialmente a todas las mujeres que actúan para ser aceptadas en la sociedad y desarrollan un personaje a lo largo de su vida como si viviesen en un teatro permanente, donde las luces del escenario siempre se posan críticas y deslumbrantes sobre ellas. Por eso el cineasta insiste en el personaje de Antonia San Juan, una mujer transexual que busca constantemente hacer la vida del prójimo un poco más agradable, un ser que, menos mal que ya no entiende de tapujos e insiste ante la multitud de un teatro que: “una es más auténtica cuanto más se parece a la versión que ha soñado de sí misma”.
Almodovar teje cada fotograma de la película con un fino hilo rojo, donde la historia de una mujer choca de lleno con la historia de otra, seres completamente diferentes cuyas vidas no parecen tener nada en común: Manuela (Cecilia Roth), Rosa (Penélope Cruz), Agrado (Antonia San Juan) y Huma Rojo (Marisa Paredes) se desviven y velan las unas por las otras, a pesar de que cada una arrastra un pasado más grávido y turbulento que la anterior. Sus conversaciones plagadas de sinceridad nacen de la escucha atenta del cineasta a todas las mujeres que lo rodearon desde niño, por eso la empatía, la sororidad y la ayuda entera y desinteresada. Toda escena es digna de ser observada más de una vez, toda conversación merece volver a prestar los oídos porque Todo sobre mi madre es también una oda al lenguaje coloquial, ese que expresa el cariño más céntrico y absoluto o la vulgaridad más desternillante, ese nicho vívido y sin escrúpulos que jamás conseguirá alcanzar el lenguaje académico.