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Crítica: Almas En Pena de Inisherin de Martin McDonagh

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Almas En Pena de Inisherin

Las amistades, al igual que el pelo, son de esas cosas que un hombre va perdiendo progresiva e inexorablemente a lo largo de su vida. Puede haber motivos de peso que lo justifiquen con mayor o menor lógica, o simplemente y al igual que el deterioro natural de un folículo piloso, terminar sucumbiendo a un irremediable desastre que solo el paso del tiempo ve venir. Almas En Pena de Inisherin no solo es la excusa que Martin McDonagh ha encontrado para volver a juntar a dos de sus actores fetiche en pantalla (quienes ya compartieran tablas para el director londinense en Escondidos en Brujas), sino que detrás de un argumento sencillo, y a priori hasta un tanto pueril, es capaz de plantarnos una alegoría de la evolución vital y una reflexión sobre nuestra deriva natural que conseguirá tocarnos la fibra por medio de la dramedia más sofisticada y fina.

Con aspecto casi de fábula y con una guerra civil que asoló al pueblo gaélico durante los años 20 como telón de fondo, viajamos a las verdosas laderas de Inisherin, una pequeña localidad costera que nos abrirá las puertas a su pertinente relajación de costumbres y a sus tópicos de diario, marcados por el arduo trabajo de campo y las pintas de color negro espeso. Lo que no vemos venir es que un entorno tan idílico y oportuno para la paz y la tranquilidad acabe convirtiéndose en el calvario en vida de Pádraic (Colin Farrell), un aldeano bonachón, corto de miras pero de gran corazón, que de la noche a la mañana tendrá que lidiar con el simple hecho de que Colm (Brendan Gleeson), su amigo de toda la vida, haya decidido unilateral y taxativamente dejar de dirigirle la palabra. Bajo esta apariencia de sainete encontramos conceptos tan terrenales como “la luz de gas”, el “ghosting” analógico, o la simple tortura a la que un personaje pretencioso y con ínfulas intelectuales somete a alguien de capacidades más limitadas.

Puede que el mensaje final que obtengamos de la cinta no justifique su extensa duración, ni tampoco que los debates que sus personajes nos plantean nos cuadren del todo con las edades de los mismos (quizás, se trate de una dilucidación de ideas más propia de estadios vitales más imberbes y novicios, aunque sobre giros en la vida no hay nada escrito). Pero lo que es incuestionable es la exquisita habilidad de sus implicados para, partiendo de una prerrogativa simple e infantil, terminar generando una empatía dividida en el espectador, removiendo en su interior recuerdos incómodos y hasta obligándonos a preguntarnos cuánto llevamos dentro de la inseguridad y la falta de dignidad de Pádraic y cuándo hemos volcado nuestra soberbia tóxica y altiva sobre los demás, como hace Colm.

A la ecuación se suman una serie de golpes de humor comedido que aligeran la trama y una muy correcta Kerry Condon en el papel de Siobhán, hermana de Pádraic y representante de la razón, que más consciente que nunca de las limitaciones que un pueblo de señoros y chismosas tiene para ofrecerle, decide poner pies en polvorosa y darle un giro radical a su vida. Algo que, al igual que la decisión tomada por Colm (más respetable o no), choca con el universo pequeño y cómodo de Pádraic, quien termina por demostrarnos que porta en su mano el estandarte de ese miedo del que todos somos conscientes al reconocer que la vida es volátil y cambiante y que nada es para siempre. Sentimientos de desasosiego, salpimentados con la BSO de Carter Burwell (otro gran habitual en el trabajo de McDonagh) que nos permiten explorar con detenimiento y atención los diferentes matices y ambages que sacuden la amistad masculina, marcada por una histórica e incorregible insensibilidad y mala gestión emocional.

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